UNO Y EL UNIVERSO
Y finalmente estaba allí. Luego de
tantos indecisos titubeos por fin se decidió. Lentamente, apoyando sus peludos
pies con cuidado a cada paso, se dirigió a estacionarse en su lugar elegido al
azar.
El agua lo mojaba con esfuerzo hasta
las rodillas. Sólo algunas privilegiadas olas alcanzaban esa altura. Las otras,
no tan ágiles ni aventureras, se limitaban a alcanzar sus pantorrillas. Y en
los momentos de quietud, la mar apenas conseguía cubrir sus tobillos.
En silencio, como estupefacto,
patitieso, contemplaba la inmensidad de la creación, ora la mar, ora el
firmamento. Entrambos lo humillaban y enaltecían a la vez. Entrambos lo ponían
en irrefutable evidencia de su insignificancia, de su nanopresencia. Pero
también, paradójicamente, se sentía como el único ser del infinito en tener
semejante privilegio de saberse parte del todo. La nada y el todo. ¡Casi nada!
Yo lo contemplaba desde la soleada
costa. Así, cual grano entre la arena. Cual estrella en el infinito. Cual
pensamiento entre la inconmensurabilidad de todas las mentes.
El padre Febo se regocijaba en sus
andanzas, sus brazos de fuego acariciaban su humanidad. Soberbio entre las
nubes, rey de la galaxia, tibieza de los corazones, alimento de la pachita,
salía triunfante como siempre. Y su único espectador, sin mirarlo, porque no
nos está permitido a los humanos mirarlo a los ojos, disfrutaba de su
omnipresencia.
La brisa siempre acaricia cuando es brisa
y no violencia. Esa tarde era un concierto de fondo casi imperceptible, amable,
generoso, refrescante, vivificante. Sol, éter, la mar, la brisa. Dios, belleza,
incredulidad, amor, paz, sorpresa, esperanza, gratitud, gratuidad, espíritu,
gozo. El todo, la nada, la eternidad. Infinitud. Beatitud.
Aquí, él. Joven, con toda la vida por
delante, con un universo en sus pensares. Acullá, se encuentran la mar con el
firmamento. Acullá mira él desde acá nomás. Ese horizonte, como la vida misma.
Ese horizonte, como nuestros mundanos proyectos. Ese horizonte, como los
enigmas de nuestra existencia.
Y yo los observaba. A su
insignificancia y a toda la creación que lo envolvía. "Está conmovido,
evidentemente", pensaba yo. Pasaban los minutos y él permanecía allí, oyendo
como un ciego frente al mar, como buscando una respuesta de por qué estamos
aquí, como reflexionando obsesivamente sobre el sentido de la existencia. En
ese maravilloso e increíble escenario, ¿cómo dudar de la existencia de Dios
ante semejante prueba irrefutable de infinitud? Los espacios y los tiempos se
entrecruzaban desprejuiciadamente en esas coordenadas, como derribando toda
duda, aniquilando toda sospecha de agnosticismo. "¿Creerá en Dios este
muchacho? ¿Estará reflexionando sobre eso?", pensé. Y vaya si ese era el
sitio adecuado para analizar este tipo de enigmas universales en los que se han
invertido ríos de tinta. Cuestión que trasuntó toda cabeza, tanto de los más
grandes filósofos como de cualquier hijo de vecino.
Ya ahí estaba. Había llegado a ese
minúsculo espacio con poca decisión pero ahí estaba. Y cuando se estableció en
ese sitio elegido, conducido por quién sabe qué extraña fuerza de la
naturaleza, se aferró a su sitio como si dijera: "este es el lugar que me
fue asignado". Y su mente salió disparada hacia el cosmos de sus
pensamientos. Pensar y contemplar, dos privilegios que nos asignaron a los
humanos las fuerzas espirituales del bien eterno. Ernesto estaba allí, con sus
pies enterrados en la arena, contemplativo, cogitabundo. Contemplación,
reflexión, estupefacción, admiración. Egoísmo, esto es todo mío, el cielo, la
mar, el horizonte, la vida, la eternidad.
Luego de muchos minutos, decidí
acercarme al joven. Lo conocía poco, aunque ya había tenido algunas
conversaciones con él. Yo estaba realmente intrigado sobre lo que estaría
ocurriendo en sus adentros. Sentí el impulso de entrar en su enigmática
frecuencia, de ser su cómplice, de ser partícipe de su glorioso momento, de que
mi espíritu jugase con el suyo. Recorrí lentamente los muchos metros que nos
separaban, sentí la refrescante caricia de la mar en mis pies. Sentí la suave
brisa en mi rostro cual caricia de una madre, sentí la tibieza de un sol
amoroso, dador de la vida. Quería cruzarme con el muchacho justamente allí, en su
plena gloria, en su excelso momento, en quién sabe qué coordenada
espaciotemporal, en su infinitud, en su eternidad, en su éxtasis espiritual.
Cuando estuve casi a su lado, detrás de
él, realmente dudé en hablarle. Por un momento casi vuelvo sobre mis pasos. Me
pareció una actitud más que egoísta de mi parte interrumpir a ese Ser Humano,
creación de la divinidad en perfecta armonía con la naturaleza en ese momento
de gloria. Sin embargo, ya se hacía tarde y debíamos marcharnos, por lo que
decidí ponerme a su lado para que me viera. De todas formas, no me animé a
decir palabra, mis cuerdas vocales se autocensuraron, creí conveniente dejar
que él espetara lo primero que le dictara su espíritu. Porque parecía que en
cuanto el muchacho abriera la boca, lanzaría alguna frase colosal, como
inspirada por los ángeles del cielo con los que seguramente estaría en esos
momentos en contacto.
Por fin, Ernesto descubrió mi
entrometida presencia. Giró su cabeza hacia mí, clavó su mirada en la mía y
espetó: "Che, ¿cuánto está el dólar?". Y volvimos lentamente a la
soleada costa hablando de economía. El tipo, mientras contemplaba la inmensidad
de la creación, se lamentaba por no haber comprado dólares con sus ahorros.
Cosas de la vida...
No hay comentarios:
Publicar un comentario