IL ROSSO
La historia que voy a
contarles ocurrió hace más de 80 años en una cárcel de Italia, adonde mi abuelo
materno pasó varios años. No recuerdo cuántos fueron, el viejo seguramente me
lo habrá contado alguna vez, pero yo siempre fui muy frágil de memoria cuando
se trata de recordar fechas, números y nombres. La cárcel estaba instalada en
la provincia di Torino, al norte del país de mis ancestros. La dictadura de
Mussolini azotaba sin tapujos y no sin impiedad a los tanos, principalmente a
aquellos valientes soñadores que tenían el tupé de poner en tela de juicio las
decisiones de il Duce.
Mi abuelo por esos
tiempos era muy joven y demasiado atorrante como para ser uno de los
embanderados en la lucha por una Italia libre. Al Giusseppe de 20 años, le
gustaban las putanas y el escabio, ese escabio que lo llevaba a ponerse
violento por cualquier altercado verbal o por una simple mirada de algún sujeto
desprevenido. Ya había tenido un par de entreveros a puño limpio y a cuchillo,
de donde, según él, siempre había salido victorioso. Una vez me contó que en la
cárcel se batió a duelo con uno de los más pesados de la prisión, un boxeador
que estaba encerrado por el mismo delito que él, en un ring improvisado y que
era tan grande la paliza que le estaba propinando, que dos de los mulos del
púgil ingresaron a golpearlo, uno de ellos muñido de una faca o algo parecido.
Su supuesta habilidad de cintura y su rapidez de manos lo sacaron victorioso de
la contienda. Cuando el viejo chupaba me contaba muchas historias a las que yo,
en mi pubertad, les otorgaba el carácter de verdad absoluta. Me quedaba
escuchándolo, boquiabierto y patitieso, alucinado. Pero hoy creo que era un
viejo mentiroso, bravucón y bolacero. En realidad, el viejo era como un niño,
por eso que dicen que los niños no mienten, sino que exageran.
Mi abuelo había estado
preso en Turín por asesinar a su mujer. En su juventud era un machista
empedernido, terco y celoso. Él me contaba sus historias amorosas como grandes
hazañas, pero uay que su mujer entablara el mínimo diálogo con
algún hombre. La golpeaba sin asco, como descargando todas sus miserias en la
pobre chica. Y para él era lo más natural del mundo; muy convencido me
explicaba las razones de sus golpizas, como quién le pega un chirlo a un niño
cuando comete alguna travesura peligrosa. Para él su mujer era de su propiedad,
como si fuera un caballo o un perrito.
Pero en realidad, el
viejo era muy distinto cuando chupaba que cuando estaba sano. La ginebra tenía
como un poder que generaba una metamorfosis en don Giusseppe. Es más, al otro
día de haberse embriagado, se me acercaba y me pedía disculpas. Yo no entendía
muy bien por qué lo hacía, cuáles eran las razones por las que el tipo se
arrepentía de haberme relatado esas historias. Además, contrariamente a las
características de su personalidad que se dejaban ver en sus relatos, era un
hombre bueno, trabajador, solidario y militante político de la izquierda.
Claro, estas características que cuento ahora, son del viejo en los años 80, en
Argentina, un viejito bonachón, muy distinto de aquél jovencito violento que
vivía en Italia. Cuando se empedaba, no sé porque extraña razón, don Giusseppe
se empeñaba en contar sus “hazañas” juveniles, como que se liberaba un monstruo
que vivía dentro de él, un monstruo que normalmente permanecía atado. Eso me
sorprendía del viejo, me embelesaban sus historias porque eran como
fantásticas, como de otro tipo muy distinto al que yo conocía.
Tal vez haya tenido algo
que ver la historia que voy a contarles ahora, porque en realidad el motivo de
este relato es describir, sin demasiada exactitud, lo que le pasó a mi abuelo
en la cárcel, pero específicamente acerca de la relación que entabló con un
preso, un tipo que, según él, cambió su vida.
Una tarde de junio de
1982 estábamos mirando la televisión en casa, una tele en blanco y negro. Si
bien muchas familias tenían ya el privilegio de poder ver su aparato a color,
en mi hogar todavía ese mundo no se había presentado. Muchas cosas eran grises
en mi familia: papá, de casa al trabajo y del trabajo a casa; mamá, lavando
ropa a mano; mis hermanos menores, chapaleando barro para llegar a la escuela;
yo, debatiéndome entre el trabajo y la escuela técnica. Y el viejo, peleándole
al alcohol y a la miseria, viviendo con nosotros porque no tenía casa. La
abuela ya había partido hacia una vida mejor.
El abuelo puteaba frente
al 20 pulgadas mientras yo no creía las noticias que escupía impiadosamente la
televisión. Para mí se había acabado el mundo esa tarde. Mi abuelo decía a los
gritos: “Yo sabía, yo sabía, milicos de porca miseria” o algo así. El viejo era
de gran estatura y su voz sonaba entre ronca y aflautada, sus manos eran
inmensas y arrugadas, su pelo absolutamente blanco. Su cuerpo estaba encorvado
por los años y, supongo, por las décadas de trabajo en el puerto. Esa tarde de
invierno crudo y doloroso del 82 en el sur del conurbano bonaerense, don
Giusseppe espetaba improperios a troche y moche. “Ahora van a tener que
rajarse”, vociferaba. Yo no entendía muy bien por qué lo decía, aunque lo
sospechaba. Yo sólo entendía que el sueño se había acabado, que la alegría
callejera, que las casas embanderadas de celeste y blanco ya no tenían razón de
ser. Profunda pena de un todavía niño de 13 años. Decepción, incredulidad,
cambiar de canales como manotazo de ahogada esperanza. De golpe, así nomás, sin
anestesia, chaupinela, puñal en el corazón, tiro por la espalda, llanto
desconsolado en mi pieza.
Después de un rato, mi
abuelito se acercó a mi cama y me pidió que me calmara. Yo rechacé su
invitación un par de veces, hasta que me prometió contarme una historia nueva,
la mejor de todas, la que cambió su vida. La intriga me invadió de repente y
después de uno o dos minutos me di vueltas y lo miré de frente. “Vamos a tomar
unos mates”, me dijo, casi mandando. Y fuimos al comedor. “Voy a contarte algo
más sobre la cárcel”, me dijo. Asentí, y el viejo me contó el siguiente relato:
-En la prisión de Turín
los días eran interminables. Cuando no ves el sol, la vida está permanentemente
en penumbras, tu cabeza se acostumbra a las tinieblas, a veces parece que nunca
más verás un amanecer. Y más cuando lo único que te saca de la soporífera
rutina son las golpizas de los guardias. Una vez me golpearon tanto que perdí
el conocimiento. Estuve muy enfermo, inconsciente muchos días, según me
dijeron. Mi hogar fue por un largo tiempo una celda individual, en un pabellón
para enfermos. Allí pensaba todo el tiempo, pude dialogar conmigo mismo,
recapitular mi vida, indagar las razones por las que había llegado allí tan
joven. ¡Veinte años tenía! Y había matado a Carmela, mi primer amor. Todo era
odio en mi corazón, odio a Carmela, por haberme dado motivos para matarla. Por
culpa de ella estoy aquí, pensaba. Pero tuve momentos en los que empezaba a
cuestionar esas reflexiones. ¿Era la culpa de Carmela? ¿Qué había hecho ella
para merecer realmente que yo la matara? Con los días empecé a arrepentirme.
Primero pensaba que era una actitud de debilidad mía el pensarme culpable y
liberar a mi mujer de su responsabilidad. Ante la angustia de la condena a este
infierno, cualquier macho se ablanda, pensaba. Pero la idea de que Carmela
fuera una víctima mía, fue ganando espacio en mis reflexiones, empecé a darme
cuenta de mi locura.
-Con respecto a Mussolini
también empecé a reflexionar. Yo amaba al Duce, quería ser como él: esa postura
varonil, esas convicciones, ese nacionalismo. De política no entendía nada,
sólo me contagiaba con sus gritos de aliento en sus discursos, su uniforme, los
sensacionales desfiles militares. Creo que il Duce influyó en mi personalidad,
creo que el pueblo entero quería ser como él. Así empecé a reflexionar sobre
estas cosas. ¿Es natural que yo sea así? ¿Forma parte de mi esencia? ¿Lo traigo
en los genes? ¿No será que don Benito no es tan bueno como dicen y que los
italianos tomamos como ejemplo a un líder que nos está transformando en
bestias?
-Me sentía muy
sorprendido conmigo mismo en esos días del año 30, porque empezaba a cambiar mi
forma de pensar. Sin embargo, había días en que regresaba a mi normal estadio
de odio y resentimiento, de autojustificación, de fascismo irracional; tenía
ataques de locura, gritaba y puteaba a Carmela, maldecía a todos y cantaba loas
al Duce. Pero los días de relativa tranquilidad y autoanálisis eran cada
vez más frecuentes. Estaba confundido, pero eso era bueno. Antes estaba seguro
de todo, nada me cuestionaba. En esos días, después de haber estado tanto
tiempo inconsciente, podía pensar de otra manera, buscar los porqués de mis
sentires, los porqués de mis pensares, los porqués de mis actuares.
-Semanas y semanas
así, pensando sobre la vida, como buscando la razón y el sentido de mi
existencia. A veces se me cruzaba la idea de que yo era la consecuencia de un
mundo, pero no de un mundo físico, natural, creado por Dios, sino de un mundo
construido por los hombres. Il Duche, la Italia, el poder, la guita, el hambre,
los vicios, la verdad, la mentira, el que manda, los que obedecen. Todos esos
conceptos se entremezclaban en mi confundida cabeza presidiaria.
-Lo que más claro
conseguí entender, tal vez lo único, fue que Carmela no tuvo la culpa de que yo
estuviera preso. Comprendí definitivamente que ella fue mi víctima. Eso me
reconfortaba y me deprimía a la vez. Me confortaba porque sentí por primera vez
el amor verdadero, ahí, en la cárcel, con mi amada ya difunta. Pero fue
grandioso ese sentimiento nunca antes experimentado. Vos me preguntarás por qué
a veces hoy, cuando te cuento mis historias de joven, vuelvo a culparla a ella y
a justificarme por haberla matado. Yo también me lo pregunto. Creo que la
respuesta está en el alcohol. Cuando chupo me vuelvo tan irracional y fascista
como era antes, es como que ese sujeto creado a imagen y semejanza de la
sociedad italiana en la que crecí, vuelve a resurgir cuando tomo esa
maldita ginebra. Y no puedo con él, es como un demonio que necesita mostrarse
de vez en cuando.
-Te decía que
entender que Carmelita fue mi víctima y no la culpable de mis desventuras,
también me trajo depresión. Depresión por no tenerla, por estar allá encerrado,
por la imposibilidad definitiva de no poder volver el tiempo atrás. Así estaba
de loco en la cárcel con mis 20 años, tan bambino y tan viejo a la vez.
-Ahora te voy a
contar sobre el tipo que conocí en la cárcel. Lo trajeron y lo depositaron en
la celda de al lado. Podía escucharlo toser con frecuencia y desesperación.
También se quejaba de dolores por largas horas. Pero mayormente estaba en
silencio. Una vez nos encontramos en la enfermería, un cuarto apestoso y lleno
de cucarachas. Los médicos, los enfermeros y los guardias se burlaban de él,
porque era muy petiso y encorvado, aunque no demasiado viejo, y usaba unos
anteojitos que, junto a su larga cabellera, le daban un aspecto extraño, de
medio zonzo. Lo apodaban “il Rosso”, aunque no era uno de esos pelirrojos.
-Una noche lo
escuché hablar. No entendía muy bien lo que decía, parecía borracho o drogado.
Yo empecé a gritarle pegado a la pared, a preguntarle qué quería, pero el tipo
seguía balbuceando incoherencias. “¡Rosso, Rosso, qué te pasa Rosso!”, le
gritaba cada vez más fuerte. Llegado un momento, el tipo se calló. A partir de
ese instante se sentía su respiración entrecortada, era evidente que le faltaba
el aire, parecía que se iba a morir ahí nomás. “Rosso, Rosso, ¿estás bien?”, le
pregunté varias veces. El tipo, entre sus tosidos, me dijo que estaba bien, que
ya se le iba a pasar y que lo dejara de molestar. A partir de ese día, pasaron
muchos, y no volví a escuchar al Rosso.
-Semanas enteras así,
buscando en mi sórdido universo algún sonido que me diera señales de vida de mi
enigmático vecino. Me sentaba en mi mugrienta cama por horas, respiraba bajito
para intentar escuchar algo. Luego me sacaba los zapatos, me paraba en el
catre, estiraba el cuello, abría los ojos bien grandes como queriendo divisar
alguna palabra, algún gemido. Giraba así, con los brazos extendidos como
un bailarín, pero despacito, buscando diferentes ángulos para escuchar.
Examinaba cada rincón de mi celda, me paraba, me sentaba, me acostaba para ver
si por unos de esos puntos del infinito volaba algún sonido. Tocaba las paredes
grasosas, grises, llenas de desesperadas historias humanas, como quien intenta
escuchar a través de las manos. Daba pasos milimétricos, apoyaba en aquellos
impiadosos muros mis palmas y mis orejas, ora la izquierda, ora la derecha.
Tomaba aire y lo sostenía en mis pulmones por dos o tres minutos. Otras veces
cerraba los ojos por horas, para reprimir el sentido de la vista con el
objetivo de agudizar el oído. Un día me pareció escuchar algo. Mi corazón se
estremeció de esperanza y alegría. Era como una voz muy baja, pero no se podía
distinguir lo que decía. ¡Es la voz de un hombre!, concluí. O no, es una
mujer. Más tarde parecía un niño llorar o un gato maullar. El sonido
desapareció; en realidad fue fruto de mi imaginación, tan solo una voz en mi
cabeza o un espíritu de los tantos que pululaban por esa tumba. Me tiré a la
cama sobresaltado, temeroso, confundiendo la realidad con la fantasía, deambulando
por los oscuros intersticios en donde se funden la cordura y la locura.
-El sueño es muy liviano
cuando estás preso, más cuando hasta dormido estás pendiente de un sonido,
cuando el único motivo de tu existencia es la esperanza de escuchar un ruido. Y
por fin llegó el momento. Estoy convencido de que mi oído se agudizó. Lo que
escuché ese instante debería haber estado sucediendo permanentemente, pero
hasta allí nunca lo había podido percibir. Mi ejercicio y mi fe consiguieron lo
que hasta ese momento me era vedado. Era un ruido como de papeles, como de
hojas arrancadas y luego hechas bollos. Pasaban minutos, tal vez horas y el
sonido volvía a repetirse. Agudicé aún más mi oído, me senté al lado de la
pared contigua a la celda del Rosso. Evidentemente el ruido venía de ahí. Me
parecía escucharlo susurrar, como quien reza. No resultaría nada ilógico que mi
vecino estuviera rezando. Debe ser un religioso, pensé; o se habrá hecho
religioso por la fuerza acá adentro buscando consuelo y esperanza. Esa noche me
convencí de que mi vecino era religioso, que leía la Biblia y que rezaba en voz
baja para no molestarme.
-Otra noche, otra
vez el ruido a papeles, otra vez las oraciones. ¿Qué hará este ñato? ¿Arrancará
las hojas de la Biblia después de leerlas? ¿Las estudiará de memoria y después
las recita? Otro día, esta vez era de día. Esta vez levantó un poco más la voz,
como enojado con lo que decía, como queriendo corregirse. Pude captar algunas
palabras apoyando mi oído contra la pared, luego de estar así durante mucho
tiempo. Al principio no podía alcanzar a entender palabra alguna, trataba de
escuchar “Dios”, “Jesús” o algo así, pero nada de eso parecía decir. La primera
palabra clara fue “hegemonía”. La repitió varias veces en tono alto, como si hubiera
descubierto algo. ¿Qué querrá decir hegemonía? Yo no tenía ni idea. Debe ser
alguna palabra de la Biblia que le llamó la atención, pensé.
-El único intercambio
verbal que había tenido con mi vecino hasta ese momento fue cuando éste estaba
descompuesto, y esa vez fue muy contundente cuando me dijo que no lo molestara.
Yo estaba convencido de que il Rosso era un tipo raro, enfermo físicamente y de
la cabeza. Los días siguientes no escuché comentario alguno del Rosso; lo que
sí pude escuchar fueron sus quejas por el dolor y su tos. Tantos días en
soledad y con la posibilidad de entablar algún diálogo con otra persona me
generaron ganas de hablarle. Cada hora que pasaba se me incrementaban los
deseos de entablar una conversación con mi vecino; no importaba lo diferentes
que podíamos ser ni lo loco que podría estar mi potencial interlocutor. En
definitiva, los dos teníamos mucho en común: los dos estábamos compartiendo la
misma prisión, el mismo pabellón y estábamos solos, cada uno en su celda.
Comencé a sentir cariño por un tipo con el cual casi no había hablado y al que
había visto por un par de minutos en la enfermería. Lo sentía muy cerca
espiritualmente, era mi alma gemela en esas circunstancias. ¿Por qué no
intentar un acercamiento?
Un día me despertó su
tos y una exclamación que salió de su boca: “Porca miseria”, gritó. A mí me
salió espontáneamente una carcajada, a la que il Rosso contestó con otra
similar y el siguiente comentario:
-“Porca miseria, porca
miseria, qué más que porca miseria?” Y volvió a reír. Ese era el momento. Il
Rosso me estaba hablando.
-“Mama mía, mama mía que
vida de porquería”, le contesté.
-Il Rosso nada dijo. Yo
esperaba una contestación, pero mi vecino no emitió sonido. Yo no quería dejar
pasar la oportunidad de charlar con él. Tanta soledad, tanto silencio, tanta
angustia…
-“Rossito, hermano, que
te pasa?”, insistí. El hombre nada decía. Pasaron un par de minutos y sentí un
ruido, un bollo de papel había ingresado en mi celda por un pequeñísimo agujero
muy cerca del alto techo que unía ambos calabozos. Lo tomé con apuro y lo leí:
“Me llamo Antonio, nací en Cerdeña y soy un preso político”.
Allí paró su relato mi abuelo
Guisseppe. Días más tarde me contó toda la historia de ese extraño sujeto que
conoció en la cárcel de Turín y que cambió su vida. Mi abuelo fue el primer
hombre en el mundo que pudo leer los Quaderni del Carcere de
Antonio Gramsci.
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