domingo, 2 de noviembre de 2014

IL ROSSO

IL ROSSO

   La historia que voy a contarles ocurrió hace más de 80 años en una cárcel de Italia, adonde mi abuelo materno pasó varios años. No recuerdo cuántos fueron, el viejo seguramente me lo habrá contado alguna vez, pero yo siempre fui muy frágil de memoria cuando se trata de recordar fechas, números y nombres. La cárcel estaba instalada en la provincia di Torino, al norte del país de mis ancestros. La dictadura de Mussolini azotaba sin tapujos y no sin impiedad a los tanos, principalmente a aquellos valientes soñadores que tenían el tupé de poner en tela de juicio las decisiones de il Duce.
   Mi abuelo por esos tiempos era muy joven y demasiado atorrante como para ser uno de los embanderados en la lucha por una Italia libre. Al Giusseppe de 20 años, le gustaban las putanas y el escabio, ese escabio que lo llevaba a ponerse violento por cualquier altercado verbal o por una simple mirada de algún sujeto desprevenido. Ya había tenido un par de entreveros a puño limpio y a cuchillo, de donde, según él, siempre había salido victorioso. Una vez me contó que en la cárcel se batió a duelo con uno de los más pesados de la prisión, un boxeador que estaba encerrado por el mismo delito que él, en un ring improvisado y que era tan grande la paliza que le estaba propinando, que dos de los mulos del púgil ingresaron a golpearlo, uno de ellos muñido de una faca o algo parecido. Su supuesta habilidad de cintura y su rapidez de manos lo sacaron victorioso de la contienda. Cuando el viejo chupaba me contaba muchas historias a las que yo, en mi pubertad, les otorgaba el carácter de verdad absoluta. Me quedaba escuchándolo, boquiabierto y patitieso, alucinado. Pero hoy creo que era un viejo mentiroso, bravucón y bolacero. En realidad, el viejo era como un niño, por eso que dicen que los niños no mienten, sino que exageran.
   Mi abuelo había estado preso en Turín por asesinar a su mujer. En su juventud era un machista empedernido, terco y celoso. Él me contaba sus historias amorosas como grandes hazañas, pero uay que su mujer entablara el mínimo diálogo con algún hombre. La golpeaba sin asco, como descargando todas sus miserias en la pobre chica. Y para él era lo más natural del mundo; muy convencido me explicaba las razones de sus golpizas, como quién le pega un chirlo a un niño cuando comete alguna travesura peligrosa. Para él su mujer era de su propiedad, como si fuera un caballo o un perrito.
   Pero en realidad, el viejo era muy distinto cuando chupaba que cuando estaba sano. La ginebra tenía como un poder que generaba una metamorfosis en don Giusseppe. Es más, al otro día de haberse embriagado, se me acercaba y me pedía disculpas. Yo no entendía muy bien por qué lo hacía, cuáles eran las razones por las que el tipo se arrepentía de haberme relatado esas historias. Además, contrariamente a las características de su personalidad que se dejaban ver en sus relatos, era un hombre bueno, trabajador, solidario y militante político de la izquierda. Claro, estas características que cuento ahora, son del viejo en los años 80, en Argentina, un viejito bonachón, muy distinto de aquél jovencito violento que vivía en Italia. Cuando se empedaba, no sé porque extraña razón, don Giusseppe se empeñaba en contar sus “hazañas” juveniles, como que se liberaba un monstruo que vivía dentro de él, un monstruo que normalmente permanecía atado. Eso me sorprendía del viejo, me embelesaban sus historias porque eran como fantásticas, como de otro tipo muy distinto al que yo conocía.
   Tal vez haya tenido algo que ver la historia que voy a contarles ahora, porque en realidad el motivo de este relato es describir, sin demasiada exactitud, lo que le pasó a mi abuelo en la cárcel, pero específicamente acerca de la relación que entabló con un preso, un tipo que, según él, cambió su vida.
   Una tarde de junio de 1982 estábamos mirando la televisión en casa, una tele en blanco y negro. Si bien muchas familias tenían ya el privilegio de poder ver su aparato a color, en mi hogar todavía ese mundo no se había presentado. Muchas cosas eran grises en mi familia: papá, de casa al trabajo y del trabajo a casa; mamá, lavando ropa a mano; mis hermanos menores, chapaleando barro para llegar a la escuela; yo, debatiéndome entre el trabajo y la escuela técnica. Y el viejo, peleándole al alcohol y a la miseria, viviendo con nosotros porque no tenía casa. La abuela ya había partido hacia una vida mejor. 
   El abuelo puteaba frente al 20 pulgadas mientras yo no creía las noticias que escupía impiadosamente la televisión. Para mí se había acabado el mundo esa tarde. Mi abuelo decía a los gritos: “Yo sabía, yo sabía, milicos de porca miseria” o algo así. El viejo era de gran estatura y su voz sonaba entre ronca y aflautada, sus manos eran inmensas y arrugadas, su pelo absolutamente blanco. Su cuerpo estaba encorvado por los años y, supongo, por las décadas de trabajo en el puerto. Esa tarde de invierno crudo y doloroso del 82 en el sur del conurbano bonaerense, don Giusseppe espetaba improperios a troche y moche. “Ahora van a tener que rajarse”, vociferaba. Yo no entendía muy bien por qué lo decía, aunque lo sospechaba. Yo sólo entendía que el sueño se había acabado, que la alegría callejera, que las casas embanderadas de celeste y blanco ya no tenían razón de ser. Profunda pena de un todavía niño de 13 años. Decepción, incredulidad, cambiar de canales como manotazo de ahogada esperanza. De golpe, así nomás, sin anestesia, chaupinela, puñal en el corazón, tiro por la espalda, llanto desconsolado en mi pieza.
   Después de un rato, mi abuelito se acercó a mi cama y me pidió que me calmara. Yo rechacé su invitación un par de veces, hasta que me prometió contarme una historia nueva, la mejor de todas, la que cambió su vida. La intriga me invadió de repente y después de uno o dos minutos me di vueltas y lo miré de frente. “Vamos a tomar unos mates”, me dijo, casi mandando. Y fuimos al comedor. “Voy a contarte algo más sobre la cárcel”, me dijo. Asentí, y el viejo me contó el siguiente relato:
   -En la prisión de Turín los días eran interminables. Cuando no ves el sol, la vida está permanentemente en penumbras, tu cabeza se acostumbra a las tinieblas, a veces parece que nunca más verás un amanecer. Y más cuando lo único que te saca de la soporífera rutina son las golpizas de los guardias. Una vez me golpearon tanto que perdí el conocimiento. Estuve muy enfermo, inconsciente muchos días, según me dijeron. Mi hogar fue por un largo tiempo una celda individual, en un pabellón para enfermos. Allí pensaba todo el tiempo, pude dialogar conmigo mismo, recapitular mi vida, indagar las razones por las que había llegado allí tan joven. ¡Veinte años tenía! Y había matado a Carmela, mi primer amor. Todo era odio en mi corazón, odio a Carmela, por haberme dado motivos para matarla. Por culpa de ella estoy aquí, pensaba. Pero tuve momentos en los que empezaba a cuestionar esas reflexiones. ¿Era la culpa de Carmela? ¿Qué había hecho ella para merecer realmente que yo la matara? Con los días empecé a arrepentirme. Primero pensaba que era una actitud de debilidad mía el pensarme culpable y liberar a mi mujer de su responsabilidad. Ante la angustia de la condena a este infierno, cualquier macho se ablanda, pensaba. Pero la idea de que Carmela fuera una víctima mía, fue ganando espacio en mis reflexiones, empecé a darme cuenta de mi locura.
    -Con respecto a Mussolini también empecé a reflexionar. Yo amaba al Duce, quería ser como él: esa postura varonil, esas convicciones, ese nacionalismo. De política no entendía nada, sólo me contagiaba con sus gritos de aliento en sus discursos, su uniforme, los sensacionales desfiles militares. Creo que il Duce influyó en mi personalidad, creo que el pueblo entero quería ser como él. Así empecé a reflexionar sobre estas cosas. ¿Es natural que yo sea así? ¿Forma parte de mi esencia? ¿Lo traigo en los genes? ¿No será que don Benito no es tan bueno como dicen y que los italianos tomamos como ejemplo a un líder que nos está transformando en bestias?
    -Me sentía muy sorprendido conmigo mismo en esos días del año 30, porque empezaba a cambiar mi forma de pensar. Sin embargo, había días en que regresaba a mi normal estadio de odio y resentimiento, de autojustificación, de fascismo irracional; tenía ataques de locura, gritaba y puteaba a Carmela, maldecía a todos y cantaba loas al Duce.  Pero los días de relativa tranquilidad y autoanálisis eran cada vez más frecuentes. Estaba confundido, pero eso era bueno. Antes estaba seguro de todo, nada me cuestionaba. En esos días, después de haber estado tanto tiempo inconsciente, podía pensar de otra manera, buscar los porqués de mis sentires, los porqués de mis pensares, los porqués de mis actuares.
    -Semanas y semanas así, pensando sobre la vida, como buscando la razón y el sentido de mi existencia. A veces se me cruzaba la idea de que yo era la consecuencia de un mundo, pero no de un mundo físico, natural, creado por Dios, sino de un mundo construido por los hombres. Il Duche, la Italia, el poder, la guita, el hambre, los vicios, la verdad, la mentira, el que manda, los que obedecen. Todos esos conceptos se entremezclaban en mi confundida cabeza presidiaria.
    -Lo que más claro conseguí entender, tal vez lo único, fue que Carmela no tuvo la culpa de que yo estuviera preso. Comprendí definitivamente que ella fue mi víctima. Eso me reconfortaba y me deprimía a la vez. Me confortaba porque sentí por primera vez el amor verdadero, ahí, en la cárcel, con mi amada ya difunta. Pero fue grandioso ese sentimiento nunca antes experimentado. Vos me preguntarás por qué a veces hoy, cuando te cuento mis historias de joven, vuelvo a culparla a ella y a justificarme por haberla matado. Yo también me lo pregunto. Creo que la respuesta está en el alcohol. Cuando chupo me vuelvo tan irracional y fascista como era antes, es como que ese sujeto creado a imagen y semejanza de la sociedad italiana en la que crecí,  vuelve a resurgir cuando tomo esa maldita ginebra. Y no puedo con él, es como un demonio que necesita mostrarse de vez en cuando.
    -Te decía que entender que Carmelita fue mi víctima y no la culpable de mis desventuras, también me trajo depresión. Depresión por no tenerla, por estar allá encerrado, por la imposibilidad definitiva de no poder volver el tiempo atrás. Así estaba de loco en la cárcel con mis 20 años, tan bambino y tan viejo a la vez.
    -Ahora te voy a contar sobre el tipo que conocí en la cárcel. Lo trajeron y lo depositaron en la celda de al lado. Podía escucharlo toser con frecuencia y desesperación. También se quejaba de dolores por largas horas. Pero mayormente estaba en silencio. Una vez nos encontramos en la enfermería, un cuarto apestoso y lleno de cucarachas. Los médicos, los enfermeros y los guardias se burlaban de él, porque era muy petiso y encorvado, aunque no demasiado viejo, y usaba unos anteojitos que, junto a su larga cabellera, le daban un aspecto extraño, de medio zonzo. Lo apodaban “il Rosso”, aunque no era uno de esos pelirrojos.
    -Una noche lo escuché hablar. No entendía muy bien lo que decía, parecía borracho o drogado. Yo empecé a gritarle pegado a la pared, a preguntarle qué quería, pero el tipo seguía balbuceando incoherencias. “¡Rosso, Rosso, qué te pasa Rosso!”, le gritaba cada vez más fuerte. Llegado un momento, el tipo se calló. A partir de ese instante se sentía su respiración entrecortada, era evidente que le faltaba el aire, parecía que se iba a morir ahí nomás. “Rosso, Rosso, ¿estás bien?”, le pregunté varias veces. El tipo, entre sus tosidos, me dijo que estaba bien, que ya se le iba a pasar y que lo dejara de molestar. A partir de ese día, pasaron muchos, y no volví a escuchar al Rosso.
   -Semanas enteras así, buscando en mi sórdido universo algún sonido que me diera señales de vida de mi enigmático vecino. Me sentaba en mi mugrienta cama por horas, respiraba bajito para intentar escuchar algo. Luego me sacaba los zapatos, me paraba en el catre, estiraba el cuello, abría los ojos bien grandes como queriendo divisar alguna palabra, algún gemido. Giraba así, con los brazos extendidos como un  bailarín, pero despacito, buscando diferentes ángulos para escuchar. Examinaba cada rincón de mi celda, me paraba, me sentaba, me acostaba para ver si por unos de esos puntos del infinito volaba algún sonido. Tocaba las paredes grasosas, grises, llenas de desesperadas historias humanas, como quien intenta escuchar a través de las manos. Daba pasos milimétricos, apoyaba en aquellos impiadosos muros mis palmas y mis orejas, ora la izquierda, ora la derecha. Tomaba aire y lo sostenía en mis pulmones por dos o tres minutos. Otras veces cerraba los ojos por horas, para reprimir el sentido de la vista con el objetivo de agudizar el oído. Un día me pareció escuchar algo. Mi corazón se estremeció de esperanza y alegría. Era como una voz muy baja, pero no se podía distinguir lo que decía.  ¡Es la voz de un hombre!, concluí. O no, es una mujer. Más tarde parecía un niño llorar o un gato maullar. El sonido desapareció; en realidad fue fruto de mi imaginación, tan solo una voz en mi cabeza o un espíritu de los tantos que pululaban por esa tumba. Me tiré a la cama sobresaltado, temeroso, confundiendo la realidad con la fantasía, deambulando por los oscuros intersticios en donde se funden la cordura y la locura. 
   -El sueño es muy liviano cuando estás preso, más cuando hasta dormido estás pendiente de un sonido, cuando el único motivo de tu existencia es la esperanza de escuchar un ruido. Y por fin llegó el momento. Estoy convencido de que mi oído se agudizó. Lo que escuché ese instante debería haber estado sucediendo permanentemente, pero hasta allí nunca lo había podido percibir. Mi ejercicio y mi fe consiguieron lo que hasta ese momento me era vedado. Era un ruido como de papeles, como de hojas arrancadas y luego hechas bollos. Pasaban minutos, tal vez horas y el sonido volvía a repetirse. Agudicé aún más mi oído, me senté al lado de la pared contigua a la celda del Rosso. Evidentemente el ruido venía de ahí. Me parecía escucharlo susurrar, como quien reza. No resultaría nada ilógico que mi vecino estuviera rezando. Debe ser un religioso, pensé; o se habrá hecho religioso por la fuerza acá adentro buscando consuelo y esperanza. Esa noche me convencí de que mi vecino era religioso, que leía la Biblia y que rezaba en voz baja para no molestarme.
    -Otra noche, otra vez el ruido a papeles, otra vez las oraciones. ¿Qué hará este ñato? ¿Arrancará las hojas de la Biblia después de leerlas? ¿Las estudiará de memoria y después las recita? Otro día, esta vez era de día. Esta vez levantó un poco más la voz, como enojado con lo que decía, como queriendo corregirse. Pude captar algunas palabras apoyando mi oído contra la pared, luego de estar así durante mucho tiempo. Al principio no podía alcanzar a entender palabra alguna, trataba de escuchar “Dios”, “Jesús” o algo así, pero nada de eso parecía decir. La primera palabra clara fue “hegemonía”. La repitió varias veces en tono alto, como si hubiera descubierto algo. ¿Qué querrá decir hegemonía? Yo no tenía ni idea. Debe ser alguna palabra de la Biblia que le llamó la atención, pensé.
   -El único intercambio verbal que había tenido con mi vecino hasta ese momento fue cuando éste estaba descompuesto, y esa vez fue muy contundente cuando me dijo que no lo molestara. Yo estaba convencido de que il Rosso era un tipo raro, enfermo físicamente y de la cabeza. Los días siguientes no escuché comentario alguno del Rosso; lo que sí pude escuchar fueron sus quejas por el dolor y su tos. Tantos días en soledad y con la posibilidad de entablar algún diálogo con otra persona me generaron ganas de hablarle. Cada hora que pasaba se me incrementaban los deseos de entablar una conversación con mi vecino; no importaba lo diferentes que podíamos ser ni lo loco que podría estar mi potencial interlocutor. En definitiva, los dos teníamos mucho en común: los dos estábamos compartiendo la misma prisión, el mismo pabellón y estábamos solos, cada uno en su celda. Comencé a sentir cariño por un tipo con el cual casi no había hablado y al que había visto por un par de minutos en la enfermería. Lo sentía muy cerca espiritualmente, era mi alma gemela en esas circunstancias. ¿Por qué no intentar un acercamiento?
   Un día me despertó su tos y una exclamación que salió de su boca: “Porca miseria”, gritó. A mí me salió espontáneamente una carcajada, a la que il Rosso contestó con otra similar y el siguiente comentario:
   -“Porca miseria, porca miseria, qué más que porca miseria?” Y volvió a reír. Ese era el momento. Il Rosso me estaba hablando. 
   -“Mama mía, mama mía que vida de porquería”, le contesté.
   -Il Rosso nada dijo. Yo esperaba una contestación, pero mi vecino no emitió sonido. Yo no quería dejar pasar la oportunidad de charlar con él. Tanta soledad, tanto silencio, tanta angustia…
   -“Rossito, hermano, que te pasa?”, insistí. El hombre nada decía. Pasaron un par de minutos y sentí un ruido, un bollo de papel había ingresado en mi celda por un pequeñísimo agujero muy cerca del alto techo que unía ambos calabozos. Lo tomé con apuro y lo leí: “Me llamo Antonio, nací en Cerdeña y soy un preso político”.
   Allí paró su relato mi abuelo Guisseppe. Días más tarde me contó toda la historia de ese extraño sujeto que conoció en la cárcel de Turín y que cambió su vida. Mi abuelo fue el primer hombre en el mundo que pudo leer los Quaderni del Carcere de Antonio Gramsci.


















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